Me apetece viajar. Un viajecito de esos de 4 días máximo. Estoy pensando en montañas y niebla o en alguna ciudad que sea pequeña pero bulliciosa. Tengo especial fetiche con las habitaciones de hotel. Quizá es por todos los que he visitado en mi vida. Tienen como una especie de confortabilidad esponjosa y protectora. Despiden calidez, normalmente silencio, y la luz siempre es modulable. Sus camas son enormes y las sábanas perfectamente estiradas y almidonadas. Es como si el tiempo se detuviera. Nada puede pasarte en una habitación de hotel. Nada que tú quieras/consientas, claro.
Conozco un hotel en San Juan del Sur en el que te desayunas el mar. Es imposible concentrarse en el olor a café, porque el salitre del mar se antepone. Es una peculiar manera de darte la bienvenida a sus dominios sin llamar a la puerta. El otro momento mágico en una habitación con vistas al mar es cuando muere el verano y las tardes se vuelven frías y sólo la gente con perros pasea por la playa. Las olas traen la tristeza del otoño y de nuevo el salitre te habla para despedirse de ti.
En estas ocasiones es cuando tienes que estar en la terraza de tu habitación de hotel, descalzo y medio vestido, con el pelo enredado y, por supuesto, tienes que estar solo. Da igual que estés esperando a alguien, ahí tienes que estar solo, notando cómo tu ropa se humedece con la pleamar y te arrebujas en la silla para que los pies no toquen el suelo.
Y el mar te habla. Y tú le hablas al mar. Y los secretos se borran con cada ola. Y te muerdes el labio inferior y sabe salado. El mar, como cualquier buen amante, se despide con un beso…
Y es entonces cuando te das cuenta que la existencia está tejida de un material de mala calidad que se encoge con el uso…
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